Ave, Maria,

gratia plena,

Dominus tecum;

benedicta tu in mulieribus,

et benedictus fructus ventris tui, Jesus.

Sancta María, Mater Dei,

ora pro nobis peccatoribus

nunc et in hora mortis nostrae.

Amen.



Non Nobis Domine, Non Nobis Sed Nomine Tuo da Gloriam


Mantente alerta, con confianza en Cristo y loable en tu fama.


No muestres miedo frente a tus enemigos. Di siempre la verdad aunque te llegue la muerte. Protege a los desamparados y no hagas mal. Éste es tu juramento.



viernes, 15 de enero de 2010

LAS CRUZADAS


Las Cruzadas Se designan con este nombre las expediciones que, bajo el patrocinio de la Iglesia emprendieron los cristianos contra el Islam con el fin de rescatar el Santo Sepulcro y para defender luego el reino cristiano de Jerusalén. La palabra "Cruzada" fue la "guerra a los infieles o herejes, hecha con asentimiento o en defensa de la Iglesia". Aunque durante la Edad Media las guerras de esta naturaleza fueron frecuentes y numerosas, sólo han conservado la denominación de "Cruzada" las que se emprendieron desde 1095 a 1270. Según Molinier, las Cruzadas fueron ocho.

Cuatro a Palestina, dos a Egipto, una a Constantinopla y otra a África del Norte. Las causas de las Cruzadas deben buscarse, no sólo en el fervor religioso de la época, sino también en la hostilidad creciente del Islamismo, en el deseo de los pontífices de extender la supremacía de la Iglesia católica sobre los dominios del Imperio Bizantino, en las vejaciones que sufrían los peregrinos que iban a Tierra Santa para visitar los Santos Lugares, y en el espíritu aventurero de la sociedad feudal. Cuando los turcos selúcidas (selyúcidas) se establecieron en Asia Menor (1055) destruyendo el Imperio Árabe de Bagdad, el acceso al Santo Sepulcro se hizo totalmente imposible para los peregrinos cristianos.

Un gran clamor se levantó por toda Europa, y tanto los grandes señores como los siervos acudieron al llamamiento del papa Urbano II. Los caballeros aspiraban a combatir para salvar su alma y ganar algún principado, los menestrales soñaban hacer fortuna en el Oriente, país de las riquezas, los siervos deseaban adquirir tierras y libertad. En el concilio de Clermont, ciudad situada en el centro de Francia, el papa Urbano II predicó la Primera Cruzada, prometiendo el perdón de los pecados y la eterna bienaventuranza a todos cuantos participasen en la campaña. "Vosotros, los que habéis cometido fratricidio -decía el Santo Padre-, vosotros, los que habéis tomado las armas contra vuestros propios padres, vosotros, los que habéis matado por paga y habéis robado la propiedad ajena, vosotros, los que habéis arruinado viudas y huérfanos, buscad ahora la salvación en Jerusalén.

Si es que queréis a vuestras propias almas, libráos de la culpa de vuestros pecados, que así lo quiere Dios..." "¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere!" -gritaron a una voz millares de hombres de todas las clases sociales, reuniéndose en torno del Papa, para recibir cruces de paño rojo que luego fijaban en su hombro izquierdo como señal de que tomaban parte en la campaña. Pedro el Ermitaño recorrió los burgos y campos de Italia y Francia predicando la Cruzada a los humildes. Era un hombre de pequeña talla, de faz enjuta, larga barba y ojos negros llenos de pasión; su sencilla túnica de lana y las sandalias le daban un aspecto de auténtico asceta. Las multitudes le veneraban como si fuera un santo y se consideraban felices si podían besar o tocar sus vestidos. Reunió una abigarrada muchedumbre de 100.000 personas, entre hombres, mujeres y niños.

La mayoría carecía de armas, otros se habían llevado las herramientas, enseres de la casa y ganados, como si se tratara de un corto viaje. Atravesaron Alemania, Hungría y los Balcanes, creyendo siempre que la ciudad próxima sería ya Jerusalén. Llegaron a Constantinopla, donde el emperador griego Alejo les facilitó buques para el paso del Bósforo. En Nicea fueron destrozados por los turcos seljúcidas. Pedro el Ermitaño y un reducido número de supervivientes regresaron a Constantinopla, donde esperaron la llegada de los caballeros cruzados.

LA TOMA DE JERUSALÉN. A estas masas indisciplinadas sucedió después la marcha de los ejércitos. Calculaban los historiadores que se movilizaron 100.000 caballeros y 600.000 infantes. Emprendieron la marcha formando cuatro grupos o ejércitos, constituidos por los nobles de Europa entera, acompañados de sus vasallos. Entre ellos descollaban el normando Bohemundo y su primo Tancredo, el guerrero más brillante de aquella expedición; el conde Raimundo de Tolosa, los condes de Flandes, Blois y Valois; el duque de Normandía y Godofredo de Bouillón, a quien acompañaban sus hermanos Eustaquio de Bolonia y el intrépido conde Balduino. Al frente iba el legado del Papa, Ademar de Monteril, obispo de Puy, que ostentaba la dirección espiritual de la Cruzada.

Los cruzados se dieron cita frente a los muros de Constantinopla. Alejo I era en aquella época el emperador de Bizancio y temeroso de aquellas bandas de "bárbaros" los transportó a la ribera asiática, comprometiéndose a facilitarles provisiones a cambio del juramento de fidelidad, es decir, que les investiría de las tierras que ganasen a los turcos. Éstos se hallaban muy divididos, por lo que Nicea pronto sucumbió a los ataques de los cristianos. Seguidamente conquistaron Dorylea y Antioquía, siendo luego sitiados en esta localidad por 200.000 turcos al mando de Kerboga, general del califa de Bagdad. La ruina del ejército cruzado parecía inminente; Godofredo, impelido por el hambre, había sacrificado sus últimos caballos. El descubrimiento de la Santa Lanza en la ciudad dio ánimos a los sitiados; las huestes cristianas salieron al encuentro de Kerboga llevando al frente la lanza con la que había sido herido el costado de Cristo y deshicieron aquel poderoso ejército.

Tras estas luchas sobrevino una epidemia que redujo el ejército cruzado a sólo 50.000 hombres. Avanzaron hacia Siria, continuaron por el Líbano y penetraron en Palestina. Al llegar a las proximidades de Jerusalén, los cruzados se arrodillaron para besar la tierra mientras exclamaban: "¡Jerusalén, Jerusalén!... ¡Dios lo quiere, Dios lo quiere!..." Los cruzados sitiaron la ciudad, construyendo grandes torres con ruedas para acercarse a las murallas; a pesar de la falta de agua prosiguieron las operaciones con entusiasmo; después de celebrar una solemne procesión alrededor de la ciudad y por el monte de los Olivos, comenzó el asalto dirigido por Tancredo y Godofredo de Bouillón, el día 15 de julio de 1099. La matanza de musulmanes fue horrible y duró una semana entera.

Los Santos Lugares habían sido rescatados y se constituyó un Estado cristiano. La corona fue ofrecida a Godofredo de Bouillón (1058-1100) quien adoptó solamente el título de "barón del Santo Sepulcro", puesto que no era propio llevar corona de oro en el lugar donde Cristo fue coronado de espinas. La caída de Jerusalén causó una alegría grande en Occidente por considerar el hecho como la victoria definitiva sobre el Islam. Desde entonces, el reino de Jerusalén fue el amparador de los peregrinos cristianos y las Cruzadas posteriores fueron suscitadas para defenderlo de los ataques turcos. Eran feudatarios del reino de Jerusalén los condados de Edesa y Trípoli, así como el principado de Antioquía. Para el mantenimiento de este reino era preciso dominar las ciudades de la costa mediterránea y los puertos de Siria. Las ciudades marítimas del Mediterráneo; Pisa, Génova, Marsella, Barcelona y Venecia, facilitaron naves y mantuvieron un activo comercio gracias a las facilidades que recibieron por parte de los cristianos de Tierra Santa, quienes concedieron acuartelamientos, almacenes en los puertos, privilegios aduaneros y exenciones de impuestos.

De este modo, en las sucesivas Cruzadas, el interés comercial pesó tanto como el religioso. Cuando en 1144 Edesa cayó en poder de los turcos y el sultán Nuredín amenazó el reino de Jerusalén, una nueva oleada de emoción cundió por Europa. San Bernardo predicó la Segunda Cruzada que fue dirigida por Conrado III, emperador de Alemania, y Luis VII rey de Francia. El Ejército se componía de unos 150.000 hombres, pese a lo cual los resultados que obtuvieron fueron mezquinos. Conrado III estuvo a punto de perecer con sus tropas en Asia Menor, llegaron a Palestina diezmados y el emperador, enfermo, tuvo que regresar a Constantinopla. Los franceses fracasaron en su intento de atacar Damasco y se disolvieron.

LAS ORDENES MILITARES. La custodia y defensa de los territorios conquistados en Tierra Santa fueron confinados a milicias especiales de carácter mitad religioso mitad militar, que recibieron el nombre de Ordenes Militares. Todos sus componentes estaban sujetos al triple voto de obediencia, castidad y pobreza. Al frente de la Orden se hallaba un Gran Maestre que residía en Tierra Santa. Los fieles o miembros se dividían en tres grupos: caballeros, religiosos y hermanos. Los primeros tenían por misión acompañar y proteger a los peregrinos que visitaban los Santos Lugares, y luchar contra los infieles. El servicio divino de los castillos estaba encomendado a los religiosos.

Los hermanos atendían los quehaceres domésticos, cuidaban de los pobres y de los enfermos. La Orden de los Hospitalarios fue constituida por varios nobles franceses con el fin de atender a los peregrinos y cuidar a los enfermos. Más tarde esta Orden cambió de finalidad e intervino en las luchas contra los infieles y en la defensa de los territorios cristianos. Al evacuar Tierra Santa, se establecieron en la isla de Rodas e hicieron frente a los turcos por espacio de dos siglos. De todas las órdenes militares, la más famosa fue la de los Templarios, creada en 1118 por Hugo de Payens y nueve caballeros borgoñeses, con la misión de proteger a los peregrinos y limpiar los caminos de salteadores infieles. Su Gran Maestre residía en el mismo lugar donde se había levantado el templo de Salomón, de aquí el nombre de "templarios". La mayor parte de ellos eran franceses y vestían un manto blanco con una cruz roja colocada sobre la armadura. Su bandera era blanca y negra. Gracias a las herencias y donativos los caballeros templarios llegaron a reunir gran número de castillos y territorios en Europa y Oriente, pero esta prosperidad suscitó envidias y dio pie a toda clase de calumnias.

Felipe IV de Francia les acusó ante el papa Bonifacio VIII de herejía, impiedad, prácticas idolátricas, etc., hasta conseguir el encarcelamiento de sus miembros, que fueron juzgados por tribunales de la Inquisición. Las acusaciones se apoyaron en declaraciones obtenidas por el tormento, la amenaza de la hoguera o la promesa del perdón, por lo que acabaron confesando todo cuanto sus jueces quisieron. El Papa suprimió la Orden, cuyos bienes fueron cedidos a otras órdenes o al poder civil, sobre todo en provecho del rey de Francia. La tragedia de los Templarios fue debida a la falta de escrúpulos de Felipe el Hermoso, quien de esta forma vio saldada a su favor la suma de quinientas mil libras que adeudaba a los caballeros del Temple. En los reinos cristianos de España que, a la sazón, se hallaba empeñada en la Cruzada contra los musulmanes, también surgieron instituciones parecidas: las Ordenes de Santiago, Calatrava y Alcántara.

SALADINO. A partir del año 1174 nuevas amenazas se cernieron sobre los cristianos de Tierra Santa, ya que Saladino (1137- 1193) un musulmán con talento y audacia reorganizó el ejército y conquistó Egipto, Siria y Jerusalén.

El rey de esta última ciudad, Guy de Lusignan, fue hecho prisionero por los musulmanes tras la batalla de Tiberíades. Saladino en persona arrancó la Cruz del Templo, mandó fundir las campanas y destruir las iglesias cristianas y purificar las mezquitas. La Iglesia entonces predicó con fervor la Tercera Cruzada, acudiendo al llamamiento tres soberanos famosos en la Historia: Federico I Barbarroja, emperador alemán; Felipe II, de Francia, y el rey inglés, Ricardo Corazón de León. Todos ellos eran monarcas valientes, poderosos y aguerridos; sin embargo, cometieron el error de no aunar sus fuerzas y presentar combates por separado.

Barbarroja murió al vadear el río Salef; Felipe II y Ricardo Corazón de León, lucharon entre sí con gran escándalo de la Cristiandad. El rey inglés, que era muy altivo, al ver un día la bandera del Duque de Austria, Leopoldo, izada en un torreón de San Juan de Acre, la arrancó echándola luego al foso de la fortaleza. El duque reclamó satisfacciones y su mensajero fue despedido por el rey con un fuerte puntapié. Si bien Ricardo conquistó Chipre y derrotó a Saladino en Arsuf, no pudo recuperar Jerusalén, teniéndose que conformar con la estipulación de un tratado que permitía a los cristianos visitar el Santo Sepulcro, siempre que fueran desarmados y en pequeños grupos. Ricardo Corazón de León emprendió el regreso a Inglaterra disfrazado de peregrino, con sayal y largas barbas.

Cuenta la leyenda que al atravesar el territorio del duque de Austria fue descubierto y reducido a prisión en venganza del ultraje inferido a la bandera de Leopoldo, en los muros de San Juan de Acre. Blondel, trovador de Arras, cumpliendo el juramento que había hecho de encontrar a su señor, recorría los castillos de Europa cantando una canción conocida por el rey Ricardo. En una ocasión su canto fue coreado tras la ventana de un muro, descubriendo así el paradero de Ricardo Corazón de León, que poco después era rescatado por sus vasallos. La Cuarta Cruzada estuvo llena de intrigas, intereses políticos y mercantiles, escapando su dirección de manos del Papa, que tuvo que excomulgar a los venecianos por haber desviado la finalidad religiosa de la empresa. Éstos pusieron su Marina a disposición de los cruzados, a condición de que ganaran Constantinopla y estableciesen allí un imperio latino, como así sucedió.

ULTIMAS CRUZADAS. La quinta, iniciada por el papa Inocencio III y continuada por Honorio III, fue secundada por Juan de Brienne, rey de Jerusalén en el exilio, el duque Leopoldo VI, de Austria, y el rey de Hungría, Andrés II. El único resultado práctico fue la conquista de Damieta, después de un asedio memorable, sin que ello tuviese consecuencias para la Cristiandad. La importancia de las Cruzadas va disminuyendo a medida que nos acercamos a las últimas. La sexta fue dirigida por Federico II, de Alemania, a pesar de la oposición del papa Gregorio IX, que no quería ver convertido en caudillo de los cruzados a un rey como Federico que se hallaba excomulgado. Llegadas las fuerzas alemanas a Tierra Santa, su emperador siguió una política complicada y realista, usando más de la diplomacia que de las armas, concertando en 1229 una tregua de diez años con el sultán de el Cairo, Malek-el-Kumel, durante la cual los cruzados conservarían Jerusalén, Nazaret, Belén y otras localidades estratégicas. Jerusalén se declaraba ciudad santa para los cristianos, aunque se permitió la continuación del culto musulmán en las mezquitas.

La Séptima Cruzada fue propuesta en el Concilio de Lyon (1245) por el papa Inocencio IV, con el fin de recobrar la ciudad de Jerusalén, que había sido conquistada por los turcos. El llamamiento del pontífice tuvo un eco muy débil en Europa. Sólo fue escuchado por Luis IX, rey de Francia, quien movilizó un gran ejército y marchó hacia Damieta que fue tomada. Después de algunos fracasos y epidemias que descorazonaron a los cruzados, Luis IX cayó prisionero y pudo recobrar su libertad mediante el pago de un millón de escudos y la evacuación de Damieta. El fracaso había sido completo. Una vez en Francia, el rey francés organizó la Octava Cruzada, esta vez dirigida contra Túnez.

A los pocos días de desembarcar, San Luis fue atacado por la peste y murió ante los muros de la ciudad. Las Cruzadas, consideradas desde el punto de vista militar, fueron un verdadero fracaso toda vez que los Santos Lugares que se querían conquistar para la Cristiandad, continuaron en poder de los musulmanes. Sin embargo, las consecuencias indirectas de ellas fueron importantísimas en todos los órdenes de la vida y contribuyeron a transformar la sociedad y el pensamiento europeos. En el orden social y político ayudaron a la decadencia del Feudalismo; millares de señores murieron en las expediciones y los que consiguieron regresar quedaron empobrecidos, en incremento del poder real, que adquirió desde entonces una gran preponderancia sobre los nobles.

En el orden religioso contribuyeron a atenuar al fanatismo propio de la época y a crear cierta tolerancia, ya que los cruzados comprobaron que el infiel no era un hombre salvaje sino que en muchos aspectos vivía mejor que los europeos. En efecto, los orientales eran más civilizados en el orden científico y comercial que los cristianos, y éstos llevaron a sus tierras muchos conocimientos que fueron altamente beneficiosos: los damascos, telas brochadas, el terciopelo, los espejos, los vidrios artísticos, el papel, el azúcar de caña, el alcohol, etc., que en Europa sólo se conocían a través de los árabes españoles.


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EL GUARDIAN

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El guardián del poder verdadero se encuentra delicado y fuerte ante la puerta del reino floreciente. Desde ahí fluye y corre la fuerza latente del rayo femenino que todo lo une, que realiza milagros verdaderos hacia los mundos de la eternidad. Desde allí viene y hacia allí fluye traspasando el velo de la temporalidad. Ella es la victoria sobre la oscuridad, ya que esta debe desaparecer cuando haya llegado su tiempo. La fuerza oscura no tiene ningún poder en comparación con lo verdadero, con la luz eterna. Porque lo que esta fuerza amada consigue unir permanece unido hasta la eternidad.

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Tuve una flota de bajeles y puertos privados,

una franja de tierras en el contorno de París

y un ejército de hombres dispuestos a morir

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de Europa. El rey fue mi deudor y no me sometí

ni siquiera a la potestad del Vaticano. Viví

el éxito de tomar Jerusalén con mis soldados.

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